¿Qué podemos aprender de Ana, la profetisa?
- Clara Zq
- 7 ene 2021
- 4 Min. de lectura
A veces pasamos por alto grandes figuras que aparecen en los pasajes del Santo Evangelio, a mí me pasó esto con la figura de Ana, la profetisa, y me di cuenta de su importancia al leer algo sobre ella y al escuchar una homilía.
Seguramente todos recuerden el pasaje del Santo Evangelio de la Presentación de Nuestro Señor Jesucristo en el Templo, presentado en el Santo Evangelio según San Lucas en el capítulo dos, versículos 22-40. Por ahora voy a enfocarme solamente en la parte que se menciona a la Profetisa Ana.
«Había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, muy avanzada en días; que había vivido con su marido siete años desde su virginidad, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Como viniese en aquella misma hora, alabó también a Dios, y hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén». (Lc. 2, 36-38)
En primer lugar, vemos como Ana, «No se apartaba del Templo», a diferencia de Simeón, quién movido por el Espíritu llegó al Templo para conocer a Jesús, ella ya se encontraba allí. ¿Qué significa que «no se apartaba del Templo»?, algunas mujeres en ese tiempo, estaban dedicadas al Servicio del Templo, no quiere decir que hicieran lo mismo que hacían los sumos Sacerdotes, sino ellas, vivían dedicadas a la oración y a realizar diversas actividades, como lavar las copas de los sacrificios, coser las túnicas lo de los Sacerdotes, entre otras cosas, que ayudaban a que el servicio del Templo pudiera darse y que hacían de su vida una completa ofrenda, una completa oración. Vivían dedicadas al servicio del templo, ofreciendo ayunos y oraciones por el Nacimiento del Mesías. De acuerdo con las visiones de la Beata Ana Catalina Emerich, la profetisa Ana convivió un tiempo también con la niña María, mientras esta se encontraba en el Templo ofreciendo su servicio y educándose, antes de cumplir la edad en la que debía ser casada.
El llamarnos a las mujeres que somos más «comunicativas» (no quiero decir chismosas), porque eso tiene una connotación negativa, aunque tiene algo de cierto. La mujer tiene un lugar especial, fue a una mujer a quien se le aparece Cristo Resucitado por vez primera y le manda decir a sus discípulos que ha resucitado, y, es una mujer, quién también lo reconoce y «hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén»; es decir que Ana desde ese momento, cuando aún la vida de Jesús no era pública comenzó a dar la noticia de que el Salvador había llegado.
No sé a ustedes, pero a mí en esta parte me invita a que sea yo también como ella, hablar de Él a todos. Como mujeres, tenemos todavía aún más influencia en nuestros hijos, sobrinos o a quién sea que nos toque cuidar. Alguna vez también leí o escuche de alguien decir que quienes más habían influenciado su fe de niño, habían sido mujeres, la abuelita, la mamá, la catequista… ¡Creámonos que, como ella, somos Profetas! Y no porque tengamos el don de profecía, sino porque un Profeta es aquel que habla de parte de Dios. Aquel que da testimonio público de Cristo, que promueve la Verdad (sí, con mayúscula) y la justicia. En Ana, encontramos nuestra vocación de profetas. Cuando nuestro encuentro con Cristo, parecido al que tuvo Ana al reconocerle como el Salvador, desborda nuestro corazón y queremos que todos lo conozcan y, a través de Él, se salven.
La tercera, y última cosa, que destaco de este encuentro de Ana, la profetisa, es «sirviendo con ayunos y oraciones noche y día» los judíos ofrecían oraciones y sacrificios a Dios constantemente por el Nacimiento del Mesías, del Salvador. Ana, hacía lo que le correspondía como mujer. Convirtiendo su vida en una completa oración, noche y día, cualquier actividad que realizara se la ofrecía al Señor. Y eso, es algo que podríamos aprender de ella. ¡Si santificáramos todo Nuestro día al Señor, podríamos asemejarnos un poco a ella! No hace falta que dediques 8 horas a la oración contemplativa (digo, estaría bien, pero ninguno en este mundo, que no sea consagrado, tiene el tiempo de hacerlo). Pero con pequeñas jaculatorias y oraciones podemos ir Santificando, nuestro día a día. De igual manera, las mortificaciones, como son los ayunos, ayudan también a convertir nuestra vida en una ofrenda constante a Dios.
Vemos que Ana hace su papel todo desde lo que le corresponde, desde la función en la que ella es más útil. Vivía al servicio del Templo, al servicio de Dios. No se ve que ella quisiera subir a predicar lo que acababa de acontecerle, o realizar algunas tareas que eran hechas, exclusivamente, por los Sacerdotes. Ella reconoce al Mesías, en su encuentro personal queda tan llena de alegría que lo que más quiere hacer es comunicarle a los demás lo que le ha sucedido, ¿Con quiénes empezó? Probablemente con las otras mujeres que servían en el Templo, quería que ellas también conocieran la buena noticia y se salvaran.
Así que, como ella, mujeres, hagamos lo que nos toca sin querer interferir en cuestiones que las mujeres no deberíamos hacer. Me refiero, en el caso extremo, a esta nueva idea de las «sacerdotisas» (que tiene otro fundamento por el cual no pueden existir), pero también a que poco a poco, las mujeres hemos ido tomando parte en los Templos, parte que, de ser posible, deberíamos dejar que los varones realicen y nosotras, enfocarnos, más bien, en nuestra tarea de profetas, de evangelizar a quienes tenemos más próximos, nuestra familia.
Dios les conceda vivir un Santo Tiempo de Navidad (lo que queda).
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